jueves, 20 de diciembre de 2012

LAS EDADES DE APU. Estudios sobre la Trilogía de Satyajit Ray.


Satyajit Ray (1921-1992) inició el rodaje de su primera película, La canción del camino (1955) con el propósito de poner el cine indio a la altura de la modernidad. No sabía que su adaptación del primer volumen de una conocida ‘novela de formación’ bengalí terminaría por convertirse en una Trilogía –con Aparajito. El invencible (1956) y El mundo de Apu (1959). Ni que los tres filmes se habrían de convertir en hitos del cine mundial.
La Trilogía de Apu fue comprendida desde el principio como una gran alegoría de la madurez que reclama para sí misma una nación que acaba de emanciparse. Pero precisamente por su éxito como alegoría, representa hoy como entonces una serie de dilemas. Siendo profundamente autóctona, la Trilogía adopta la posición ideológica de un humanista ilustrado, y además es un ejemplo perfecto de que el concepto “cine de autor” funciona siempre como noción geopolítica: el ‘autor’ surge como el intérprete privilegiado de lo vernáculo y de lo moderno, del mito y de la historia, hasta convertirse a su pesar en la parte que se nos da por el todo: su alargada sombra termina por ocultar una perspectiva más ajustada a la diversidad real del cine en su país, y  por extensión al dinamismo social, político y cultural que ese cine refleja.
Los ocho ensayos contenidos en el libro Las edades de Apu están atravesados, entonces, por una duda fundamental: aún hoy, conviene preguntarse si una obra magna como la Trilogía mantiene su belleza intacta a pesar de la caducidad de su discurso humanista, o si se trata más bien de que ese discurso en realidad no ha caducado. A partir de esta inquietud, Las edades de Apu intenta aportar pistas sobre los filmes y sobre Satyiajit Ray, pero también sobre el cine indio, el cine bengalí como parte del cine indio, el realismo cinematográfico o el realismo a secas, los mecanismos de legitimación de lo bello y de lo justo, sobre las relaciones de centro y periferia, las narrativas consideradas nacionales, o la “función-autor” como fuente de legitimidad de lo moderno y de lo vernáculo.
Este libro, en definitiva, despliega una preocupación de enorme actualidad por el lugar que ocupa una obra maestra en el tejido de discursos que cada época atribuye  al arte: a veces como excepción y a veces como norma.
Cada uno de los ensayos convocados al encuentro aborda la Trilogía en su conjunto, dejando pistas que resuenan en los demás aun cuando mantienen entre sí claras diferencias de tono y aproximación. El aportado generosamente por el profesor Suranjan Ganguly, concebido originalmente para este volumen, es ante todo un texto cortés con su objeto de análisis (en el sentido defendido por George Steiner, como apertura a lo liberal de un “texto”, y no como objeto de sospecha). Los ensayos cedidos por la prestigiosa historiadora y crítica de arte Geeta Kapur y por el profesor Moinak Biswas, editados originalmente en inglés en sendas publicaciones anteriores, son artículos de referencia ineludible para el estudio de la Trilogía de Apu y de la obra de Satyajit Ray en general. En ellos abunda la erudición, la perspicacia analítica y un saber que se expresa desde la perspectiva cultural india. Juan Guardiola, explorador habitual de los cines de Asia, pone el acento sobre la significación de la Trilogía como capítulo inicial de la transformación de la India en región utópica para la contra-cultura occidental. Joaquín Ayala examina la obra de Ray a la luz de las películas del gran Ritwik Gathak, a quien muchos críticos han convertido, erróneamente, en figura alternativa con la que devaluar las películas del primero. Mientras que en los dos ensayos escritos por Luis Miranda, coordinador del libro, circula una obsesión por la perspectiva de “lo oriental” desde Occidente, y por la posibilidad de trascender esa distorsión, precisamente, mediante la comprensión narrativa.

LAS EDADES DE APU. Luis Miranda (Coord.)
Cuadernos de Cine – Filmoteca de Alejandría, vol. I.
Servicio de Publicaciones de la ULPGC, Aula de Cine de la ULPGC, Las Palmas de Gran Canaria,
2012.


domingo, 9 de diciembre de 2012

LPAFILM FESTIVAL

La prensa local insiste en ilustrar sus artículos sobre la suspensión del Festival de Las Palmas con imágenes de las galas (procurando que, junto a la "estrella" de turno, aparezca un político). Estos y otros síntomas le confirman a uno la sensación de que el trabajo realizado, fue inútil. Para corregir esta impresión, me hago una lista de algunos de los cineastas de los que tuvimos película de estreno (en España) a través del Festival. No están todos, naturalmente: 

ADITYA ASSARAT, ADRIAN SITARU, ALAIN CAVALIER, AHMED EL-MAANOUNI, ANDREAS DRESEN, ANDRÉS DUQUE, ANDREW BUJALSKY, APICHATPONG WEERASETHAKUL, ARNAUD DESPLECHIN, ASGHAR FARHADI, ATHINA RACHEL TSANGARI, ATOM EGOYAN, AUREAUS SOLITO, AVI MOGRABI, BEN RIVERS, BENOIT JACQUOT, BERNARD ÉMOND, BRILLANTE MENDOZA, BRUNO LÁZARO PACHECO, CAO GUIMARAES, CHANTAL AKERMAN, CLAIRE DENIS, DANIELLE ARBID, DAVID PERLOV, EUGENE GREENE, GUY MADDIN, HANS-CHRISTIAN SCHMID, HARUN FAROCKI, HIROKAZU KORE-EDA, HO YUHANG, HONG SANG-SOO, HOU HSIAO-HSIEN, HUGO VIEIRA DA SILVA, IM SANG-SOO, ISAKI LACUESTA, JAN SVANKMAJER, JAY ROSENBLATT, JEAN-CLAUDE BRISSEAU, JEAN-CLAUDE ROUSSEAU, JEAN-MARIE STRAUB, JEON SOO-IL, JIA ZHANGKE, JOAO CESAR MONTEIRO, JOEL & ETHAN COEN, JOHAN GRIMONPREZ, JULIA LOKTEV, JULIO BRESSANE, JUN ICHIKAWA, KAZUO HARA, KIKO GOIFMAN, KIM IK-JUNE, KIM LONGINOTTO & FLORENCE AYISI, KIRIL SEREBRENNIKOV, LAURA AMELIA GUZMÁN & ISRAEL CÁRDENAS, LAV DIAZ, LIOR SHAMRIZ, MANOEL DE OLIVEIRA, MARIANO LLINÁS, MÁRIO BARROSO, MARK RAPPAPORT, MASAHIRO KOBAYASHI, MATÍAS PIÑEIRO, MICHAEL HANEKE, MICHAEL WINTERBOTTOM, MICHEL LIPKES, MIGUEL GOMES, MILCHO MANCHEVSKI, NAOMI KAWASE, NOAH BAUMBACH, NOBUHIRO SUWA, PABLO LLORCA, PEDRO COSTA, PEN-EK RATANARUANG, PÉTER FORGÁCS, PETER & BOBBY FARRELLY, PHIL MORRISON, PHILIPPE GRANDRIEUX, PIA MARAIS, PRASANNA VITHANAGE, RADU MUNTEAN, ROBERT ALTMAN, RYAN FLECK, RYOSUKE HASHIGUCHI, SANDRINE BONNAIRE, SANTIAGO FILLOL Y LUCAS VERMAL, SEAN BAKER, SEBASTIÁN LINGIARDI, SERGEI LOZNITSA, SPIKE LEE, STEVEN SODERBERGH, TAKESHI KITANO, TAN CHUI MUI, TERESA VILLAVERDE, TODD SOLONDZ, VALERIE MASSADIAN, VÍCTOR MORENO, WANG BING, WANG CHAO, WERNER HERZOG, WIM WENDERS, ZHAO LIANG

jueves, 24 de mayo de 2012

HONG SANG-SOO. TROPEZAR DOS VECES EN LA MISMA PIEDRA (2007; reciclado)


Extractos del artículo publicado previamente en: Nosferatu 55-56. Nuevo Cine Coreano: Roberto Cueto y Juan Zapater, coords. (San Sebastián, 2007).
Luis Miranda

                “Hong Sang-soo es el más secreto de los grandes autores cinematográficos de nuestro tiempo. Cineasta mimado en el circuito de festivales, su nombre aún se menciona en voz baja y casi siempre haciendo grupo con otros autores representativos de lo que algunos llaman “cine minimalista asiático”. (…) El cine de Hong mantiene su secreto, en primer lugar, no porque sea especialmente opaco al espectador, sino precisamente por lo contrario: por su tono menor, doméstico; por su “pequeño mundo” tan repleto de una cierta “coreanidad” y sin embargo tan ajeno a lo que la mayor parte del público conoce como ‘cine coreano’.  Y en segundo lugar, por el efecto-Hong: una consideración del narrar como juego estructural basado en la repetición. Este juego propone, en algunos casos, distintos desarrollos posibles de un devenir; y en otros, un desarrollo similar, doble o “gemelo”, para dos situaciones diversas y sucesivas. De forma explícita o implícita, cada personaje, lugar o acontecimiento tiene su otro en la trama. (…) Lo que tiene su cine de singular es el despliegue de la bifurcación imposible –o “composible”– en un “cine de prosa”.
(…) Por ejemplo, cuando una misma historia se despliega en dos trayectorias simultáneas en el tiempo que se muestran consecutivamente, dando forma a una especie de relato bifronte: así, The Power of Kangwon Province (Kangwon-do ui him, 1998) se construye sobre los encuentros que nunca llegan a producirse entre dos antiguos amantes durante unas vacaciones en una región montañosa al norte del país. (…). Otras veces, la variación es más profunda (…): los personajes portan su propia historia y se cruzan sin que sea posible discernir la cronología de los encuentros –que se repiten porque pertenecen a distintos relatos (…). Sólo retrospectivamente se puede organizar las piezas de lo que, en principio, parecía una narración lineal: éste es el caso del primer film de Hong, The Day a Pig Fell Into the Well (Daijiga umule pajinnal, 1996).
En alguna ocasión, ambas estrategias se combinan: en Virgin Stripped Bare by Her Bachelors (Oh! Soo-jong, 2000) (…) no sólo se insinúa la imposibilidad de discernir si cada secuencia (…) prosigue o más bien recomienza lo ya visto bajo la forma de nueva posibilidad. Sino que además, propone los dos bloques que forman la película como relatos alternativos entre sí, (…) “versiones” diferentes pero demasiado similares de una misma historia: en el primero, uno de los personajes advierte que la (posible) amante de su amigo ha encontrado accidentalmente sus guantes. Por el contrario, en el segundo ella se apropia de esos guantes para provocar un encuentro. En Tale of Cinema (Geuk jang jeon, 2005), una cita entre dos amantes suicidas acaba por desvelarse como una película contenida por aquélla que vemos. Pero (…) la primera es re-enviada hacia la segunda como posibilidad abierta de ésta última… o viceversa. Se podría comparar con un dibujo que incluyera en su interior todos sus bocetos previos.
En otros casos (Turning Gate [Saenghwalui balgyeon, 2002], Woman is the Future of Man  [Yeojaneun namjaui miraeda, 2004] y The Woman on the Beach [Haebyonui yoin, 2006]), la narración es “una sola”, aunque la segunda de las citadas sea altamente elíptica y a-cronológica, y en las otras dos el relato lineal quede perturbado por situaciones simétricas y rimas improbables. (En Turning Gate, por ejemplo, un hombre vive una aventura erótica con una mujer, y tras la separación, otra con una mujer distinta. De ambas recibe idéntico poema de amor).
En el cine de Hong se puede percibir la bifurcación como ley estructural incluso cuando aquélla no acaba de aparecer de forma literal. Éste es el caso de The Woman on the Beach, (…) cuya narración lineal está hecha, sin embargo, de repeticiones que guiñan el ojo al espectador avisado. The Woman on the Beach empieza con el anuncio de un hipotético relato en paralelo que nunca acontece: cuando el protagonista recibe una llamada telefónica de un conocido que acaba de leer en la prensa la noticia de su propia muerte en accidente de coche. Si bien esto nunca sucede, el espectador espera el acontecimiento, tal vez en algún “universo paralelo” del relato. (…) La película termina, por cierto, cuando la protagonista abandona la playa en su automóvil… después de girar en dirección contraria a la que, en buena lógica, debería tomar. No es la primera vez que Hong introduce gestos, ya no del montaje sino del personaje, que desandan el camino trazado: uno de los protagonistas de Woman is the Future of Man, pisa la nieve sobre el jardín de su amigo y a continuación retrocede sobre sus propias huellas –lo cual, de paso, introduce en el juego la ilusión de un cuerpo fantasmal que hubiera desparecido (…).
Los desvíos inesperados que efectúa el propio cuerpo del personaje funcionan en efecto como guiños al propio sistema-Hong (…) que presuponen la pertinencia de una meta-lectura. Esta complicidad (…) forma parte del corazón mismo del cine de Hong, quien traslada así el principio de variedad bifurcada al corpus mismo de su filmografía. Con sus dos primeros trabajos, la muy arriesgada The Day a Pig Fell Into the Well y la magistral The Power of Kangwon Province (…), el cineasta sienta las bases de su sistema. Y Virgin Stripped Bare by Her Bachelors desvela finalmente hasta qué punto la filmografía de Hong es un conjunto de piezas de cámara basadas en un mundo auto-referencial (…). Sin embargo, esa política de proximidad tal vez responda menos a un impulso autobiográfico que a un asunto de economía narrativa: no se trataría tanto de hablar de las propias vivencias como de hacer uso de una simplicidad conocida que ahorre las energías de la invención para emplearlas más bien en el ejercicio de descomponer y re-componer el damero narrativo.
(…) El lector que tenga la posibilidad de visionar todas sus películas hallará, en primer lugar, una escenografía urbana de esquinas y restaurantes; un ambiente casi unánimemente invernal; y unos personajes que se encuentran súbitamente en una encrucijada. Habitualmente, uno de ellos vive una situación de tránsito (…), mientras que otro vendría a encarnar el papel de amigo/antagonista sedentario. (…). Afinaré el inventario: a) dos amigos jóvenes –a menudo artistas, siempre toscos en su relación con el otro sexo- y una mujer por la que ambos entran en disputa. Hombres (…) cuya torpeza se desdobla en dos modelos: el dubitativo y el depredador. b) Una (puesta en) serie de encuentros casuales que terminan en banquete y borrachera, o en sexo de motel desolado; o en ambas cosas. c) Conversaciones incidentales donde aflora la frustración de los treinta y tantos, la divergencia de destinos, la intransigencia del artista ya nunca más adolescente. Y d) en fin, la bifurcación (…).”      

                (…)
                “La inclinación al juego estructural, al desdoblamiento, la repetición, la paradoja narrativa, la casualidad desmesurada, la indiscernibilidad del “antes” y el “después”, forman parte del arsenal (…) del llamado ‘cine minimalista asiático’. En sucinto esquema, David Bordwell describe como rasgos propios de este cine “las acciones silenciadas [sic], la narración mínima que permite al espectador inferir la acción, y las largas tomas”. También, de forma destacada en el caso de Hong, las repeticiones, que hacen más compleja la estructura y “vuelven profunda la rutina”[1]. (…). Al combinar esta inmediatez cotidiana, desdramatizada, con una estructura fuerte hecha de permutaciones, surge una extraña opacidad que modifica la ironía del narrador para volverla más ecuánime. (…) La bifurcación corrige el juicio y pone en su lugar una especie de triste condena que lleva a los sujetos a repetirse a sí mismos, como por capricho de algún primitivo dios ebrio.
                (…) El “relato falsificante” en palabras de Gilles Deleuze[2] (…), no despliega tiempos alternativos –sucede esto o bien no sucede-, sino “composibles” (Leibniz): sucede aquello y aquello también no sucede.  Por ejemplo: The Power of Kangwon Province desarrolla una sola historia –en apariencia- tomando primero como sujeto principal a una joven, y luego, durante la segunda mitad del filme, a su amante. En una de las historias, la joven porta la experiencia de haber sido violada. En la otra, no. Ambas “versiones” comparten un mismo estatuto de verdad (ficcional). La segunda no completa a la primera. (…). Ese doble inexacto, variado o “composible” de la trama, esconde y desvela sus huellas furtivamente. (…) Las dos “versiones” secuencian dos tiempos que son el mismo y otro. (…)
                (…) Si se habla aquí de narración falsificante no es porque la virtualidad de la conexión entre una imagen y otra sea falsa, sino porque es no-verdadera. Es decir: las garantías de verdad pasan a un segundo plano, y el trabajo de montaje propone conexiones ya no necesarias, sino posibles.
                (…) Pero estas narraciones no cancelan el sentido: antes bien, lo bajan del pedestal y lo ponen a un lado, como una posibilidad más de la experiencia. Junto al paisaje, al cuerpo, al lenguaje, al tiempo, a la verdad, a la mentira, a la no-verdad.”
                (…)
            “(Paradójicamente, la prosa de lo casual obedece en Hong a una sobre-determinación del relato, a un tropezar dos veces en la misma piedra. Nada que ver entonces con esa metafísica de la casualidad como causalidad que tanto prolifera en el relato coral post-moderno, puesto que el cine de Hong sustituye la idea de destino por la idea más humilde de devenir: como demuestra el desenlace de Virgin Stripped Bare by Her Bachelors, los pequeños cambios en el relato no conducen a un desarrollo posterior radicalmente distinto –a “otro” destino-, sino a una serie de jocosas variantes ficcionales sobre lo mismo en las que el cuerpo impone su gravedad y limita las posibilidades. Frente al efecto-mariposa, el efecto-Hong).”

(…)
                “Pues es precisamente el cuerpo lo que tropieza dos veces con la piedra, pero también es él la piedra misma. Y eso a pesar de que el relato bifronte de Hong ensaye itinerarios distintos. En el cuerpo se dan cita lo accidental y lo intencional – (…) las dos partes de Virgin Stripped Bare by Her Bachelors. Pero ambas son sólo (…) categorías que poco dicen de esa “naturaleza indiferente” citada dos veces en idénticas dedicatorias y por las dos mujeres a las que el actor ama sucesivamente en Turning Gate.”
                (…)
“En la (…) escena clave de Woman is the Future of Man, los dos protagonistas masculinos charlan en el interior de un bar, sentados junto a la gran cristalera que les separa del exterior. En realidad, esta escena está dividida en dos segmentos. (…) Al corregir el encuadre, aparece en las dos ocasiones una mujer que viste gabardina azul, al fondo de la calle, tras el cristal.
Pero, ¿qué es lo que divide estos dos segmentos? Dos secuencias pertenecientes al pasado –aunque aún no lo sabemos- y un deslizamiento. Este deslizamiento es el recuerdo de un abrazo a una mujer, o mejor dicho, de dos abrazos: el que obsequiara el incipiente cineasta a la esposa del amigo (…), y que el marido recuerda como un agravio. Y el abrazo (…) entre el mismo personaje y Sunwah, su amante, antes de partir (…) hacia su destino en América. Se produce así una extraña, ambigua reverberación. Sospechamos primero que la esposa del pintor, a quien no se ha visto en pantalla, es la propia Sunwah. Luego corregimos esta sospecha, pues en el segundo segmento el tema de conversación es Sunwah, convertida (…) en un recuerdo que flota entre los dos amigos. Ella es un vértice de ausencia en el triángulo que ambos forman, y que de pronto queda fantasmalmente visualizado –cómo no, por dos veces: para cada par de ojos– en la extraña joven de la gabardina. Para los hombres de Hong, la mujer es una ausencia intercambiable. Un vacío que, valga la expresión, no logra ser “llenado”…
                “(…) En su tendencia a la horizontalidad, el cuerpo entero mantiene una especie de inocencia depredadora. Cierto, los hombres de Hong son tozudos y afectan ansiedad ante los nuevos roles sexuales. Pero la inocencia a la que me refiero no es moral ni ideológica. Se trata sin más de la persistencia del cuerpo real, con todo su patetismo y comicidad. Baste observar, por ejemplo, la función de la vestimenta. Nunca como en el cine de Hong puede uno percibir cómo un cuerpo desnudo es, justamente, un cuerpo desnudado. (…). Escribo esto y pienso de pronto en ese otro motivo repetido a menudo en su cine: la violación. Pero la violación no tanto como violencia del macho sobre la hembra, sino precisamente como negligencia del cuerpo que engulle, que devora, bebe, ríe y que, en el momento de acompañar el afloramiento del deseo, sólo sabe abandonarse a la mecánica del desfloramiento.”
(…)


[1] http://www.koreanfilm.org/hongss2.html (Enlace web: Adam Hartzell, “Notes from the Hong Sang-soo Retrospective”, Irvine, 2002).

[2] Gilles Deleuze: La imagen-tiempo. Estudios sobre cine II, Paidós, Barcelona, 1987.

jueves, 17 de mayo de 2012

ALUMBRAMIENTO. Naomi Kawase (IV y V).


(Este artículo fue publicado en el libro Cineastas frente al espejo, editado por Gregorio MARTÍN GUTIÉRREZ [TB Editores / Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, Madrid, 2008])

IV

En este sentido, su cine se asemeja a una especie de chamanismo de la intimidad. Rinde culto a la naturaleza, a la impermanencia de los vivos, a la herencia inaprensible de los muertos. Ella se representa a sí misma como un ser poseído por el asombro de su propio alumbramiento. En Tarachime (2006) filma los pechos de su abuela, que le dieron de mamar en lugar de los de su madre biológica: las huellas de la vejez son profundas, y la piel de la anciana cuelga y está surcada de pliegues. Naomi va a ser madre, repetirá por sí misma un acontecimiento que absorbe su capacidad para maravillarse, al que en cierta forma siempre regresa y en el que intenta permanecer. Filmará su propio parto, pero aquí no podrá hallarse nada parecido al gesto radical exhibido en otro film japonés, muy anterior, firmado por Kazuo Hara, en el cual la amante del cineasta daba a luz ante la cámara, por sus propios medios y sin ayuda[i]. Lo que allí era desvelamiento agresivo de los tabúes de la privacidad, en Tarachime es celebración. Aun cuando ésta convive igualmente con su opuesto: la abuela, con quien antes Naomi habría tenido una agria discusión, cae enferma y debe ser trasladada en ambulancia para su hospitalización. Hay mucho de despedida anticipada en este film que se cierra precisamente con la bienvenida al recién llegado. Naomi explora las marcas de la feminidad en la anciana nonagenaria, y con ello establece la línea de continuidad. Mientras la abuela se baña, sus pezones son encuadrados con una atención detenida y amorosa por parte de la cineasta, más allá de la impresión general de la piel caída, más allá de toda generalidad tremendista o clínica, porque esos pechos son lo contrario a una generalidad. Son parte de su existencia y de su olvido. Naomi filma para recuperar, y a la vez para constatar que ello es imposible. Ella nombra las cosas con la lengua directa de la imagen, pero sobre todo busca ser nombrada.
Naomi busca retener el contacto. Especialmente en las películas dedicadas a su abuela (Katatsumori, 1994; y Tarachime), se resiste a apartar la cámara, a pasar de un plano a otro. A fin de cuentas, nada de lo que registra significa otra cosa que ausencia o presencia. Las imágenes no se dirigen las unas a las otras, sino que forman la infinitud de un hábitat físico y emocional.
En un momento de Katatsumori, su propia sombra se perfila mientras encuadra los primeros brotes de una planta que la abuela había sembrado para ella. Luego gira sobre sí misma y traza una panorámica hacia el sol que ilumina la planta en ese momento y que dibuja su propia sombra sobre la tierra. Con el gozo con que jugamos a retratarnos los unos a los otros, entrega la cámara a su abuela y posa sonriente para ella. Nada de esto parece ir mucho más allá de una sensible recolección de instantes para el álbum familiar, hasta que surge un plano “secreto”: Naomi se aproxima a la ventana de la cocina, abre un primer cristal y encuadra, desde la distancia, a su abuela mientras cuida pacientemente, una vez más, las flores de su pequeño jardín. Repentinamente la mano libre de la cineasta entra en cuadro al extenderse hacia el segundo cristal, y acaricia la silueta de la anciana.
            Naomi acaricia la imagen. ¿No reside aquí plena la expresión de todo su programa? Necesidad de tocar lo amado, deseo de ir más allá y repetir el gesto íntimo a través del contacto. Salvar la imagen de su bidimensional separación de las cosas mismas. Ha de mediar este gesto que se da para sí mismo, como en un aparte que desvela el impulso original de que cada toma anterior, hasta que poco después Naomi lo repita literalmente sobre el rostro sonriente de la abuela. Como si hubiera sido preciso aquel primer (con)tacto profundo y secreto para ir luego un poco más allá y convertir la metáfora en acción literal que no necesita el prestigio de lo espontáneo. Ella filma para tocar lo que ama.
            Es la cámara-piel de Naomi.


            KyaKaRaBaA trata sin embargo de lo que no se puede tocar: de lo que no está –hablamos de un film literalmente de duelo-, y también de lo que quema; de lo que debe quemar la piel para hacerse real. Es lo propio del fuego, que a diferencia de los otros elementos, no tiene cuerpo, y sólo puede experimentarse como herida. Naomi desea tatuarse el cuerpo a imagen y semejanza de su padre. Desea de esta forma llevar en la piel una huella, una quemazón –en el sentido más literal de la palabra- que haga presente del modo más brutal aquello que nunca pudo habitar su propia biografía.
            Volver, querer quedarse ahí, no irse. Volver a filmarlo todo, pero volver a filmarlo ahora. Creo que Naomi filma para quedarse en todo aquello que encuentra a su paso, para imprimirse en la corteza de los árboles o de la tierra. La abuela aparece menuda y alejada, saludando entre las flores, ya con el pelo blanco. Pero se diría que la anciana era aquí mucho más consciente de formar parte del proyecto de Naomi. Tal vez por eso se expresa aquí con una gravedad nueva. Además, el padre añorado ha muerto real, literalmente. La conversación entre Naomi y la madre biológica, siempre fuera de campo, es fría, pero en la imagen arden hogueras nocturnas. De los cuatro elementos que recorren la película, el fuego será el que marque más profundamente su sentido. De repente, tras las llamas asoma la figura de un shite, el desaparecido errante, fantasma sobre el que las representaciones de teatro cargan la pesada misión de nombrar las vanidades del espanto. “Me pregunto por qué nací”, espeta Naomi. La imagen nos muestra las ramas sobre la verja…
           
V

Alentar la experiencia de haber sido “arrojado al mundo”. Filmar el silencio de lo anecdótico, la plenitud de lo contingente y el gozo de estar. ¿No es esto, en cierta forma, un modélico programa de futuro (no lo es ya de presente) para el cine? El tiempo ya no es el combustible que alimenta nuestra permanencia en el mundo, sino el fuego que nos consume. ¿Qué narrar? El primer verso de un conocido haiku de Santoka, rebosa de elocuencia en su simplicidad: 

Ware ima kokoni ("Yo, ahora, aquí") [ii]





[i] En Extreme Private Eros: Love Song (Gokushiteki erosu: Renza 1974, dir. Kazuo Hara, 1974), el cineasta seguía las andaduras de su ex-amante con un estilo de cine directo que abordaba directamente situaciones tan comprometedoras como las propias discusiones de la ex-pareja o la vida sexual autónoma de cada uno de ellos. K. Hara delegaba en su ex-amante todas las responsabilidades para así poder llegar a un límite que debía ser hiriente, un juego de exhibicionismo y escondite que afrontaba directamente la ruptura de viejas normas de conducta privada. Hara, autor también de la extraordinaria Yuki Yukite shingun (The Emeperor’s Naked Army, 1984) en torno a un hombre de 62 años que recorre Japón denunciando en solitario las tropelías cometidas por los oficiales imperiales contra sus propios soldados durante la Guerra del Pacífico, pertenece a la generación radical de los 60. La posición de éstos hacia las tendencias del “documental intimista” practicado por talentos jóvenes como Naomi y Hirokazu Kore-eda, ha sido por lo general distante cuando no abiertamente crítica: les acusan de eludir la dialéctica entre lo privado y lo social.

[ii] Entero, dice así: 
Ware ima kokoni     Yo, ahora, aquí,
umi no aosa no        el azul de un mar
kagirinashi               que no tiene límites


ALUMBRAMIENTO. Naomi Kawase (III).

(Este artículo fue publicado en el libro Cineastas frente al espejo, editado por Gregorio MARTÍN GUTIÉRREZ [TB Editores / Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, Madrid, 2008])



III

Al mostrarse a sí misma en los lugares que nunca fueron su hogar, Naomi ya escenificaba en Ni tsutsumarete su necesidad de pertenencia, y también el silencio, el vacío al que se conduce. La voz notarial, por ejemplo, haría las veces del detalle pintado sobre tela que permite imaginar todo lo que falta en el cuadro. Pero también condensa con su objetividad, no sólo el deseo de constatación sino sobre todo el deseo de repetición que agobia a una joven despojada de espejos en los que mirarse. Finalmente, se atreverá a descolgar el teléfono y llamar al padre. La respuesta de éste, sorprendido, es indecisa: se trata de un acontecimiento muy perturbador para ambos, pero por razones bien distintas, puesto que además de no esperar esa llamada, él no la necesitaba. En ese momento la imagen de Naomi, descompuesta como en un espejo troceado, culmina en una especie de clímax la serie metáforas del doble que atraviesan la cinta. Ella tal vez sólo intentaba habitar la misma nada, transferirse a sí misma algo de la ausencia del padre. Rebajar la propia existencia para igualarse a él y hacer viable el sentido.
De esta compleja combinación de materiales asincrónicos (sonido e imagen, momentos pasados y simulaciones de cosas memorables) no se extrae sin embargo una imagen dialéctica, ni siquiera una impresión de complejidad susceptible de interpretación, sino acaso tan sólo un delicado equilibrio de contrastes y deslizamientos –sobre todo, de deslizamientos- entre la requisitoria de una mujer joven que desea resolver el puzzle de su propio origen, y su impulso de completarse a sí misma en lo que no puede ser narrado: en lo que simplemente es. Una cohabitación sutil y necesaria, en fin, entre la conciencia de sí, y la utopía de una permeabilidad absoluta y gozosa con el conjunto de lo existente: la imagen-piel que vibra con modesto, enternecido asombro.

            En este sentido, se entiende que la representación que hace Naomi de sí misma sea del orden de la autobiografía tan sólo por alusión, puesto que sólo esboza un relato posible (“¿por qué mis padres me abandonaron?”) para aludir a las zonas de ausencia. El yo que aquí se mueve, busca, mira y encuentra, se define tan sólo por su voluntad de contacto, no por su “historia”. Hay, eso sí, una voluntad de auto-retrato, pero no a través de la exhibición del yo sino a través del paisaje que habita o lo afecta a cada instante; a través de aquello que ese yo insiste en mirar. Parece evidente que la palabra “autobiografía” tiene poco lugar en Ni tsutsumarete (como en su epílogo compuesto casi diez años después, tras la muerte del progenitor: KyaKaraBaA). En términos generales, la auto-representación que propone el cine privado, en general, escenifica por omisión un límite narrativo: el acto de filmar implica de por sí una recolección de la experiencia en vivo, en devenir. Las imágenes de este tipo, son anotaciones no predictivas.
Dicho de otra forma: la “lista” de cosas “nombradas” por el ojo de Naomi al azar, podrían ser otras, pues sólo las reúne la inclinación momentánea de la cineasta. La enumeración consigue generar ese mínimo de sentido al que ya he aludido antes; más aún, provoca la ilusión de no intervenir, de no utilizar lo real. Remite a la posibilidad de un lenguaje originario, sustantivo, pre-articulado, pre-verbal. Anterior al uso del verbo y a la expansión de los adverbios, de los matices, de lo pensable sin objeto.
            Y sin embargo, esta experiencia primigenia flota sobre un antiguo mar de metáforas y cansancios. Lo que nos ofrece se asemeja a un camino de retorno que, en cierto modo, sólo ahora vislumbramos, tras ser explotadas y ya tal vez agotadas las vanidades de lo novelesco. Sabemos demasiado de los mecanismos de la narración, y este “exceso” configura el placer del relato mínimo.
Se trata entonces de acercarse tanto a lo real, a lo informe, que lo simbólico pueda ser rescatado del exceso de uso. Y ello precisamente gracias a que lo real –una foto o un árbol- está allí, en su momento y lugar, tentador como el inicio de un cuento, pero irreductible a las maniobras del impulso narrativo. Tal como escribió Roland Barthes, “el acontecimiento no se sobrepasa jamás para pasar a otra cosa”[i].

Camino inverso del diario íntimo: el acontecimiento arquetípico, por crucial que sea, conduce al acontecimiento realmente vivido, nunca al revés. Eso permite descartar, por ejemplo, el interés por los motivos y circunstancias que llevaron al padre de Naomi a abandonar a su familia. Lo crucial es el momento en que Naomi se interroga acerca de este hecho. Es su actividad singular, ese “yo me pregunto, yo busco, yo imagino”, lo que ella filma, para así constatar que, entre tanta ausencia y pese a todo, ella existe.
Luego el montaje podrá hacer el trabajo de la rememoración, que es siempre un ejercicio de creación de sentido (aunque éste pueda ser la ausencia de sentido). En Ni tsutsumarete la biografía sostiene la composición del film, pero porque ésta es precisamente aquello que falta. Los restos del pasado son sólo restos, y su poder de evocación se cifra en lo mucho que callan. La foto del padre no se distingue en esto del brote de una planta en el jardín de la abuela, porque ambas cosas no son sino instantáneas de algo en devenir. Naomi las toca, porque se “alejan”. Tienen aura.

No hay contradicción entre el hecho de que Naomi se vea a sí misma a través de su propia insuficiencia, a través de un no saber, y que podamos extender esta condición a un sentir cultural de la contemporaneidad, doblegada a la presión de un saber “excesivo”, y que imagina en consecuencia la posibilidad de algún saber no-narrativo. Ambas cosas, no-saber y el saber no-narrativo, prácticamente equivalen. Y de hecho, el cine privado puede tomarse, al menos con respecto a la Institución Cine, como una práctica de resistencia a lo simbólico (pues no hay nada más simbólico que la presunción de la autonomía de un relato, consustancial a lo novelesco y, por extensión, a la propia Institución Cine). Con respecto a la Institución Arte, el cine privado avanza en una dirección en cierto modo opuesta, porque insinúa un repliegue hacia una zona mínima de significado que sólo puede contemplarse en su desarrollo temporal. Zona mínima, pero contundente; parlante, encarnada y ajena, en un principio, a la conceptualización –la cual supone un ejercicio riguroso de distanciamiento-.
En los trabajos de Naomi, la impresión de simplicidad se encuentra con la no-inocencia del espectador, el cual halla en sus imágenes la liberación de ese saber “excesivo” (sobre la cultura, sobre los relatos conocidos o posibles, sobre las interpretaciones del mundo y sus enmiendas). El deslizamiento de lo íntimo sobre la superficie de cosas que vienen dadas por sí mismas, remite allí a un primer descubrimiento. Naomi quiere nacer a las imágenes de nuevo, darse a luz. O dicho de un modo muy sintético: cambiar el dolor de ser por el asombro de estar. Hay de hecho una paradoja abismal en la concurrencia de dos movimientos del espíritu en el interior de un mismo gesto: de un lado, la simultaneidad entre la imagen y el mundo, y del otro la actividad íntima de coleccionar, de guardar la imagen en el interior de una memoria sensible, no verbal, en proceso de hacerse. Como se ha visto, Naomi contempla y a la misma vez, de forma consciente, fabrica recuerdos: esto es algo que reproduce de forma elocuente las implicaciones del acto mismo de filmar. Aquello que el ojo-cámara experimenta, al mismo tiempo desaparece virtualmente, pues el gesto que lo almacena anticipa esa misma fugacidad que pretende salvar. Si todos nos hemos apresurado a fotografiar un arco-iris con el apuro que da su inmediata desaparición, Naomi actúa de un modo semejante cuando intenta retener la inmovilidad misma de lo quieto. Ella pasea con su cámara, pero pasea muy despacio. Se dice que, de hecho, somos nosotros mismos los que padecemos un exceso de fluidez, una movilidad que se parece demasiado a la movilidad del pensamiento. El zen aconseja ciertos estados de quietud precisamente para exorcizar este alejarse de las cosas. No se trata de acceder a la quietud absoluta, porque ésta no existe: nada permanece, y si sólo esto precisa de un esfuerzo de entendimiento –diría un maestro zen- entonces la cosa va por mal camino. El pensamiento, sin embargo, provocaría esta otra paradoja: la aparente continuidad de su movimiento nos convence de la unidad del ser, de la identidad inmutable de las cosas. Naomi quiere detenerse más, mirar más. Transita su orfandad y se pregunta “¿quién soy?”, pero se resiste a los consuelos de lo narrable. Prefiere rastrear las huellas de lo exterior y medir su propio hueco: su manera de filmar recorre todas las dimensiones, desde lo diminuto a lo inabarcable; desde el detalle hasta el paisaje, y en todos los casos es posible sentir que cada imagen devuelve al ojo que filma, su propia medida, su escala humana. Y no para afirmarlo como centro, sino como vaciado, como voluntad de vacío que desea llenarse de lo que ve. Las imágenes de Naomi no sugieren, en este sentido, un trabajo idealista de despojamiento, porque el vacío que designan dista mucho de ser una figura asbtracta como el cero, sino más bien una actividad de apertura. Un silenciamiento deliberado, que deja fluir también la emoción, la psique.
Naomi se embelesa al filmar objetos (las flores), los cuerpos (su abuela sonriente o desnuda, con la piel ajada y viva) y la luz (siempre, una y otra vez, el sol de invierno quemando la imagen) con el deseo de salvar la separación. Al mismo tiempo, esboza una separación de sí misma, una fisura que tiene que ver con la conciencia de la duración, y por ahí se cuelan los fantasmas. En la plenitud del instante filmado, de pronto irrumpe el balbuceo: nombrar, llorar. Cantar una canción infantil: algo perdido. Hay entonces una ebullición discreta de la vida íntima, una densidad concreta de la experiencia. Y en ese álbum de instantes plenos, se deja intuir también algo secreto, algo parecido a la culpa. Pura orfandad. Sin justificaciones ni pudor ni desde luego coartadas psicológicas. Dudo que haya error en afirmar que la gran figura de estilo en Naomi es en realidad el balbuceo. 



[i] Roland Barthes: “El efecto de realidad”, El susurro del lenguaje, Paidós, Barcelona, p. 31.

ALUMBRAMIENTO. Naomi Kawase (II).

(Este artículo fue publicado en el libro Cineastas frente al espejo, editado por Gregorio MARTÍN GUTIÉRREZ [TB Editores / Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, Madrid, 2008])


II

Con respecto a este deseo de retratar el paisaje íntimo, Ni tsutsumarete representaba ya un salto sobre el abismo. El inventario se transforma en ejercicio activo de búsqueda, bajo la presión de una serie de grandes preguntas narrativas: quién es mi padre, por qué me abandonaron, qué me hizo estar aquí. (Intuyo una formulación más compleja de esta serie: dónde está ese tiempo perdido en el que nada de esto me importaba y fui feliz).
            En off, la voz de la anciana Sra. Kawase explica a su hija adoptiva las razones que la llevan a evitar presentarle a su padre biológico. Mientras tanto desfilan imágenes casuales y sonrientes del interior doméstico: útiles de cocina, una mujer madura que canta; escenas de calidez cotidiana. Aparecen también unos arbustos agitados por el viento, y entonces se hace el silencio. La cámara-ojo mira hacia abajo (unas flores: Naomi las filma una y otra vez, porque ellas son, no sólo la figura arquetípica de una belleza fugaz y espontánea, sino aquello que ocupa la amorosa actividad de su abuela, absorta una y otra vez en el cuidado de su pequeño jardín). Luego, la cámara-ojo mira hacia arriba (un edificio de hormigón: probablemente, la casa familiar). Naomi, en virtud de su cámara-ojo, se halla siempre en medio. Esta obviedad física, propia de cualquier cameraman, se convierte aquí en una condición más profunda y decisiva. Sobre ella pivota la experiencia del cine privado como ejercicio “trascendental”, y en cualquier caso, es central en la práctica de Naomi. Midiendo su distancia de las cosas, ella parece esbozarse a sí misma y diluirse en un solo y mismo gesto. Naomi quiere ser un espejo viviente.
            Todas sus figuras de estilo remiten a esta doble condición de pertenencia y exilio, de proximidad y lejanía simultáneas. Aquello que el registro de la cámara muestra y aquello que se reproduce como sonido, siguen casi siempre cursos diferentes que se superponen. La imagen es “encontrada”, sólo ocasionalmente provocada, y por lo tanto representa un mínimo de sentido. Ante la cámara, el sujeto (la abuela) posa, porque se siente indefensa ante la captura de su propia imagen (no sabemos qué ve en nosotros quien nos retrata). Lo que queda grabado como voz, sin embargo, se dirige directamente hacia lo narrable: tiende a convertirse muy pronto en relato, deliberado o no. Y los sujetos exhiben de paso el control de sí mismos, la intencionalidad y la trascendencia que ellos mismos se adjudican en el uso de la palabra. (La palabra puede corregir; una imagen sólo verifica. El sentido quiere protegerse de las imágenes). A través de la palabra, Ni tsutsumarete se acerca a lo documental, al relato que parece a punto de desplegarse. Pero la imagen aquí sólo hace inventario de un momento y un lugar que se experimenta en función de lo ausente (el padre, el esquema tradicional que clausura cualquier incógnita sobre el propio origen). Ni tsutsumarete pone la interrogación y la auto-afirmación vital, una frente a la otra, como en espejo. Da cuenta de la existencia en tiempo presente, tanto como del sueño que supone saberse uno, de pronto, allí mismo, en medio de un agregado de recuerdos y sensaciones que flotan sin orden.
            “Veo muchas fotos”: el acto de recordar es aquí una acción presente de la que también se hace inventario. Lo que se recrea es la sensación actual del recuerdo, es decir, la distancia entre las huellas del pasado –fotos, partidas de nacimiento, objetos y lugares reconocidos- y la memoria misma, que en este caso, es una memoria insuficiente, añorante de biografía. Volver a los lugares, entre los parpadeos blancos del fotograma quemado, representa estar de nuevo ahí, en el lugar; no allí, en aquel tiempo que, sin embargo, se desea retener en un estado de alumbramiento perpetuo, liberado de las ansiedades del recuerdo.
¿Es posible narrar una pregunta? La pregunta sólo puede ser el desencadenante de una búsqueda de respuesta. En las vicisitudes de esa búsqueda, las posibilidades son innumerables. Pero la suspensión momentánea que toda pregunta conlleva, no puede ser sino (momentáneo) silencio. La intensidad de presencia de las cosas que Naomi busca con su cámara, y que trata de ser una intensidad de presencia de ella misma (y contra ella misma) ante las cosas, comparte esta misma naturaleza de lo que está en suspenso. En Ni tsutsumarete, la búsqueda del padre y de los lugares de la infancia sigue un conmovedor impulso de constatación: uno de sus momentos más asombrosos tiene lugar cuando la cineasta filma antiguas polaroids de su primera infancia y descubre, al retirarlas del campo visual, ese mismo espacio ante la cámara, detrás literalmente de la foto, veinte años después. Naomi regresa y verifica así la existencia real de cada rincón. Transformada ella misma de hecho en sujeto fotografiado durante esa búsqueda, lo que aflora de Naomi en Ni tsutsumarete parece ser una dolorosa pugna por verificar su propia pertenencia a un escenario vital. El experimento termina por ser, en sí mismo, una continuación de aquel álbum de fotos que estaba en el origen, al que ahora se añaden en cierto modo nuevos y “futuros” recuerdos (sobre la búsqueda misma). Ni tsutsumarete no es por tanto el relato de esa búsqueda, aunque haya en ella un dilema y un desenlace. Es más bien la constatación de un estado de búsqueda.
Al retirar la foto del campo visual y desvelar el emplazamiento de aquélla mucho tiempo después, Naomi pasa de ser sujeto de los recuerdos, a ser un sujeto que recuerda. Los escenarios recuperados existen, aunque están ahora vacíos, y hay algo desesperado en esta comprobación. Ortega y Gasset escribió en cierta ocasión que “para que yo vea mi dolor es menester que interrumpa mi situación de doliente y me convierta en un yo vidente”[i]. Como casi toda la obra de la cineasta, Ni tsutsumarete parece una validación de esta sentencia. En alguno de los casos, ella encuentra una repetición de la escena de infancia que quedó retratada. Y cuando se trata, por ejemplo, de la imagen actual de una niña que juega en el lugar recuperado, emerge ese impulso de intercambio mediante el cual Naomi invierte su dolor en actividad de empatía con la realidad. En un trabajo posterior, Memory of the Wind: At Shibuya on December 26, 1995 (1996), Naomi recorre durante un largo día después de Navidad las calles de la zona comercial de Shibuya, en Tokio, para intercambiar con los transeúntes una serie de regalos improvisados (y que incluyen desde lo que parece ser un retoño de flor de cerezo, hasta un sinfín de objetos más o menos simpáticos y triviales; entre ellos, el botón del abrigo de un indigente). El juego de transacciones se puntúa con imágenes fijas del desconocido y de la propia Naomi cuando muestran sonrientes los objetos así obtenidos. Sin embargo, durante la primera parte del film, la banda de sonido reproduce simultáneamente una larga y triste conversación telefónica mantenida por la propia cineasta, condenada en aquel momento a la soledad navideña de la capital. Fotograma tras fotograma, la melancolía, la sensación de ser ella misma un no-lugar, una frase interrumpida, se suma a una actitud de apertura silenciosa e íntima hacia lo real: reunidas así, no bajo el gobierno de una dialéctica de opuestos (soledad y empatía), sino más bien como un acorde único que hace resonar al unísono ambas disposiciones del espíritu.  

A través de una serie de instantáneas que, ambiguamente, parecen fotos antiguas, Ni tsutsumarete esboza la búsqueda  como un trazo quebrado. Naomi incorpora a su aventura el silencio que es propio de la foto, ese objeto que señala hacia un punto a condición de enmudecer sus márgenes. De algún modo, ella quiere repetirse como recuerdo, sumar el recuerdo de su búsqueda al inventario de la memoria personal, reconstruirlo tan sólo como tal recuerdo en la mesa de montaje.  Al mismo tiempo que remonta los caminos que hicieron sus padres, Naomi se transforma a su vez en huella, en signo (pero habrá una notable diferencia entre unas y otras imágenes. Allá donde las fotos originarias eran “signos silenciosos”, los autorretratos de la cineasta son “signos de silencio”, exhibición de mudez).
No hay crónica en Ni tsutsumarete, pues la película elude reunir las anécdotas que cifran un avance. Escucharemos a Naomi leer en voz alta su partida de nacimiento, pero se diría que su voz, además de constatar, quiere repetir los nombres y “acariciarlos”. Su habla nunca funciona como un pensar en voz alta que sea posterior a la filmación, sino que es ocasional, intempestiva, entrecortada. En KyaKaRaBaA irá mucho más lejos, cuando su habla escenifique una insuficiencia radical. Al principio y al final, ella solloza y murmura una canción infantil. Ante las incisivas preguntas del tatuador, cuya escenificación deliberada se hace tan explícita que casi hace suponer un deseo masoquista de auto-castigo por parte de la cineasta, ella responde frases cortas e insuficientes, o bien enmudece. Y así como en Ni tsutsumarete Naomi regresaba a los lugares de infancia para ser habitada por ellos, en este segundo viaje, ahora póstumo, ella intenta ponerse encima la piel de su padre mediante un tatuaje. El espíritu saturnino, aquél que los antiguos atribuían al sujeto melancólico, se maravilla de lo que ve porque es consciente de su finitud. La plenitud sólo queda entonces como gran aspiración aplazada, como ocasión para una perpetua reinvención de uno mismo.




[i] José Ortega y Gasset: “Ensayo de estética a manera de prólogo”, La deshumanización del arte y otros ensayos de estética, Espasa Calpe, Madrid, 1987, p. 134.

ALUMBRAMIENTO. Naomi Kawase. (I)


(Este artículo fue publicado en el libro Cineastas frente al espejo, editado por Gregorio MARTÍN GUTIÉRREZ [TB Editores / Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, Madrid, 2008])

Luis Miranda 

I

"Cosas que hacen latir deprisa el corazón.

    Gorriones que alimentan a sus crías. Pasar por un lugar donde juegan niños. Dormir en una habitación donde se ha quemado incienso. Advertir que un elegante espejo chino está un poco empañado. Ver a un caballero que detiene su carruaje frente a nuestro portón y ordena a sus servidores que lo anuncien. Lavarse el pelo, acicalarse y ponerse ropas perfumadas. Aunque nadie lo vea, sentimos un íntimo placer.
    Es de noche y uno espera una visita. De pronto nos sorprende el sonido de las gotas de lluvia que el viento arroja a las persianas"

Sei Shonagon, El libro de almohada [i]

Sei Shonagon, dama de la emperatriz Sadako durante los últimos años del siglo X, anotaba en su Libro de almohada[ii] enumeraciones y listas de cosas agradables o desagradables, “cosas odiosas; “cosas adorables”; “cosas que están cerca aunque estén lejos”.
Shonagon vivía en Kioto, la capital imperial durante el período Heian (794-1185 d.C). En las películas de Naomi Kawase, nacida en 1969 en la antigua capital Nara, es posible imaginar una similar inclinación a retener y enumerar impresiones, huellas de cosas encontradas que dan forma a un paisaje de la intimidad.
No deseo exagerar la apariencia de una filiación entre dos mujeres que habitaron lugares separados entre sí por sólo 40 kilómetros de colinas y unidos por mil años de quiebras, continuidades y mutaciones históricas. Más bien que como persistencia de una disciplina "japonesa" de la contemplación, las películas “privadas” de Naomi (creo que sólo puedo llamarla por su nombre de pila) representan un episodio conmovedor en el asalto pacífico del cine (del “otro” cine) a la geografía no histórica de la experiencia íntima a través de una poesía de lo empírico. Naomi ha dirigido cuatro largometrajes de ficción -Moe no Suzaku (1996), Hotaru (2000), Sharashoyu (2003) y Mogari no mori (El bosque del luto, 2007): tres estrenados en el Festival de Cannes; dos de ellos premiados allí-. Y se diría sin embargo que éstos son una parte “menor” de su obra, aun siendo películas soberbias que además le garantizan visibilidad en el mapa convencional de la Institución Cine. En cualquier caso, las incursiones de Naomi en la ficción tampoco son un aparte sino una prolongación de su voluntad de enumerar las cosas que hacen latir deprisa el corazón. Que la forma privilegiada por su sensibilidad sea el documento íntimo, la pequeña película privada que visita una y otra vez un espacio doméstico amado, aparece no obstante como el camino más recto hacia esa misma poesía de la impermanencia que da aliento a las fugas provisionales de sus largos de ficción. En uno y otro caso, los ojos abiertos de Naomi oscilan siempre entre el duelo y el alumbramiento.
            El documento íntimo no representa de hecho sino la dimensión más evidente de un deseo de nacer a las cosas. Naomi recorre en detalle el despliegue del ramaje de un arbusto, como si deseara remontar la inaccesible secuencia de su crecimiento en el instante de filmarlo. Ella no sólo pasea la cámara por el exterior sino que desea llegar al interior de la rama; hay algo nervioso en su esfuerzo de retención, como una negativa a finalizar, a detenerse, a agotar la forma del arbusto. Naomi no quiere abandonar la imagen sino abandonarse a ella, y cuanto mayor es su esfuerzo por constatar el ramaje, o la piel cuarteada de la abuela, o el brillo del sol sobre las ramas o cualquiera de esas cosas que, porque sabemos que están ahí, nunca miramos con atención desde la ventana, mayor es la sensación de pesar y la necesidad de llenarse de las cosas. El objetivo es no ser voz sino ojo; o no ser en realidad ojo sino piel que mira.
El dilema de Naomi radica en que desea coleccionar duraciones (las cosas como duración), con la esperanza de que así, transformadas en imagen, se conviertan en una piel luminiscente que puede ser tocada. Sin embargo, la piel une y separa. Ella filma a la vez la posibilidad de disolución del yo en las cosas como deseo de plenitud, pero también como destino inevitable de un ser huérfano que, como tal, parece sentirse incompleto, insuficiente. Frente a ello, aparece la resistencia natural del ser: un deseo de biografía, es decir, de sentido más allá de los accidentes. En sus primeras películas realizadas en formato Super 8 mm., Naomi se limita a sumar visiones de lo que la rodea. Son trabajos de escuela –ella estudiaba Fotografía- en los que sigue literalmente el consejo de un profesor: filmar aquello que nos sea más cercano. Toda la obra posterior de la estudiante se ajustará a este principio. Los títulos de esos trabajos iniciáticos realizados entre 1988 y 1990, no pueden ser más representativos: I Focus on What Interests Me (sólo dispongo de la traducción al inglés, y la mantengo porque el verbo “focus” iguala la acción de centrarse en algo, con la acción de enfocarlo). Traduzco los demás: La concretización de las cosas que me rodean. Mi única familia. En el presente. Paulatinamente, Naomi transforma el registro casual de las calles y transeúntes, de la cocina de la casa en la que vive con sus tíos-abuelos -los Kawase, padres adoptivos de la niña Naomi Komai-, por una fijación más selectiva que oscila entre lo que es más próximo, y lo que estando ahí, resulta inabarcable: como la luz misma, a través de las ventanas o reflejada en la humedad de las plantas de jardín. En cualquier caso, Naomi enumera. En las que considero sus dos obras mayores, la temprana Ni tsutsumarete (Embracing, 1992) y su fascinante epílogo, KyaKaRaBaA (Sky, Wind, Fire, Water, Earth / Dans le silence du monde, 2001), hay sin embargo una dolorosa tensión de búsqueda. Ambas películas giran en torno a la perpetua ausencia de un padre desconocido y la ansiedad que Naomi experimenta al verse a sí misma como accidente. A cambio, ella filma y hace inventario también para celebrar, para entregar su asombro de estar viva y en el mundo. Pero entre este retorno a un nombrar primigenio y el duelo por la fugacidad de las cosas que sólo es posible retener como memoria (como nombre o como imagen-piel; como foto amarillenta del padre), Naomi establece su lugar. Y este lugar equivale al silencio o al balbuceo. Naomi no ejerce de testigo ni narradora de su propia vida, sino que pasea y observa, como una presencia fantasmagórica, débil, que necesita verificarse a sí misma.  


Los bosques de la región de Kansai conocieron el humo de las guerras, pero también la actividad lenta de muchas generaciones de peregrinos educados en la contemplación de las estaciones y en el conocimiento de que todo es efímero. Vuelvo a los inventarios de Shonagon (“Cosas que pierden al estar pintadas… Claveles, flores de cerezo, rosas amarillas. Hombres o mujeres cuya belleza las mujeres alaban”). Incluso cuando esboza un encuentro nocturno, una acción recordada, un hormigueo de admiración que alienta las cuitas amorosas, Shonagon busca ante todo sustantivar: nombrar la situación antes que narrarla, ofrecerla además como una pintura que sólo contiene detalles, pero que se comprende como totalidad gracias a su despliegue de huecos vacíos. La pedagogía japonesa de la contemplación se basó durante siglos en hacer de cada gesto, imagen y sonido la representación de un instante que condensara en su plenitud la experiencia inefable del tiempo. No hablo, por supuesto, del instante pregnante, decisivo (el que condensa en sí la potencia simbólica de un relato); sino precisamente del instante en el que aflora lo contingente, lo no necesario. A través de los huecos de lo narrable, la imagen desvela su naturaleza mental. En un contexto muy diferente, Walter Benjamin se acercó a la esencia de este efecto, y lo llamó “aura”: “una trama muy particular de espacio y tiempo: irrepetible aparición de una lejanía, por cerca que ésta pueda estar”. (El subrayado es mío)[iii].

...

[i] Sei Shonagon: El libro de almohada. Selección y traducción de Jorge Luis Borges y María Kodama, Alianza, Madrid, 2004, p. 47.

[ii] El libro de almohada de Sei Shonagon (c. 965 - entre 1000 y 1025 dC) y el Genji Monogatari escrito en aquellos mismos años del período Heian por la dama Murasaki Shikibu (c. 978 - c. 1014 dC), y que muchos consideran como la primera novela –en el sentido moderno del término- de la que se tiene noticia, representan al mismo tiempo la fundación y dos de las más altas cimas de la prosa literaria japonesa. El hecho de que sus autoras fueran damas nobles del período Heian japonés no es casual. Durante ese período clásico anterior a las guerras que desembocarán en la caída de la dinastía Fujiwara, la corte imperial era una especie de paraíso decadente cuyos habitantes dedicaban la mayor parte de su tiempo al desarrollo del arte, la poesía y la ejecución de complicados rituales esotéricos asociados al budismo Tendai. El budismo Zen, tan importante para el desarrollo posterior de la sensibilidad estética japonesa, no había desembarcado aún en el país.

[iii] El texto citado continúa: “Seguir con toda clama en el horizonte, en un mediodía de verano, la línea de una cordillera o una rama que arroja su sombra sobre quien la contempla hasta que el instante o la hora participan de su aparición, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama.” Walter Benjamin: “Pequeña historia de la fotografía”, Discursos interrumpidos I, Taurus, Madrid, 1973, p. 75.