jueves, 24 de junio de 2010

CUESTIÓN DE FORMAS. TARKOVSKI (Fragmentos)

El salón de esta casa de madera levantada en la estepa litoral de Gotland, en Suecia, recuerda a algunos escenarios de Chejov, aunque sus habitantes se hablan con el cinismo de las criaturas de Strindberg. La enigmática María se acerca a la casa desde el exterior –un paisaje mínimo y contundente: hierba húmeda, algunos árboles inclinados y un cielo amplio y frío-, y a medida que la cámara sigue su caminar en panorámica y a gran distancia, un tintineo aparece en la banda sonora. Julia, otra criada más joven, observa una copa de cristal y al depositarla en la bandeja junto a las otras, el leve tintineo es ya un temblor alarmante. Así irrumpe de pronto el estruendo de la guerra: aviones o misiles que surcan el mismo cielo de La vergüenza (1968) de Bergman. Las cristaleras resuenan hasta que un bramido satura el aire del lugar, y los habitantes de la casa rompen la simetría escénica del salón para seguir la trayectoria con sus cuerpos, como intentando ver esos objetos fragorosos a través del techo. Al dirigirse hacia las ventanas, se mueven de acuerdo a una coreografía de direcciones cruzadas que la cámara de Andrei Tarkovski sigue con sucesivos giros en panorámica al tiempo que se aproxima a la jarra de leche que hay sobre una estantería del aparador que ocupa el centro de la pared principal. En ese estado de temblor, la gran jarra se inclina. Corte a nuevo plano: la silueta apenas entrevista de alguien, hace de telón para un repentino salto de montaje hacia delante, más cerca de ese objeto que cae en ralentí y que con estrépito se derrama por el suelo de madera brillante. Nuevo corte: Alexander, en el exterior, inclina su cuerpo hacia lo que aparece en imagen como una pequeña maqueta de la casa que tiene ante sí, arquetípico hogar “construido con sus propias manos”. La curva sonora del bramido del reactor, la visual de la caída del objeto y la del propio cuerpo de Alexander, de espaldas a la cámara, forman una sola y misma línea.

Los grandes momentos del cine de Tarkovski están casi siempre asociados al corte de montaje, a la interrupción repentina de un plano o al paso de una imagen a otra. Hay aquí siempre una discontinuidad y un continuo de movimiento. Una enigmática línea de traslación que unifica distancias no sólo espaciales sino temporales. Pero entre una imagen y otra se suele instalar una ambigüedad aún más profunda. Ambas pueden pertenecer a dimensiones diferentes, la de lo real y lo imaginario, la del sueño o la vigilia, la de la representación o el “símbolo”. El temblor de los objetos, el líquido que se vierte, el cuerpo que al doblarse recorre un espacio cuya estructura es, en sí, onírica: la casa, su reflejo invertido en un charco y, finalmente, la réplica del edificio en miniatura, como un doble monstruoso o como un objeto votivo. En la deliberación de esta rúbrica que envuelve distintos espacios en un solo gesto de contemplación, aparece una potencia nueva. Es la hierofanía, la visión inefable de algo misterioso o sagrado.

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El protagonista de Andrei Rubliov encarna como nadie esta figura del vidente, por su condición de artista pero también porque el suyo es un peregrinaje acorde con la sensibilidad del nuevo cine. Aunque la película toma la figura del gran pintor de iconos incluso para darle título al relato, no será la Rusia del siglo XV la que explique al personaje ni éste quien la represente como su quintaesencia. Andrei parece tan sólo un intermitente compañero de viaje, iniciador esquivo de sí mismo y de nuestra mirada, arrastrado y atrapado entre el tumulto de aquella Rusia y una conciencia que se mantiene suspendida, expectante, y que no siempre cabe identificar con la conciencia de Andrei, sino con una forma de impregnación de ese mundo que es y no es Andrei. (…) En ese juego de la subjetividad sin sujeto, la apuesta es el acceso del pintor y del propio relato a una cierta verdad artística. (…) Como ejercicio de contemplación que acompaña y mira también al contemplador en su mutismo y soledad, que fluye entre su presencia, su videncia y su ausencia, Andrei Rubliov tiene algo de torbellino y algo de paseo: toda ella, excepto al inicio y al final, discurre a pie, con paso de vagabundo, mientras despliega una gigantesca panorámica de época que devuelve a la Historia esa complejidad narrativa que el ‘cine histórico’ tradicionalmente le usurpa.

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Así pues, un hombre es despellejado fuera del templo, y Teófanes el artista protesta desde una ventana. Mas la imagen permanece del lado de este oscuro, abstraido monje Kiril ante la representación majestuosa e impersonal de Dios. En el arrobo de Kiril, el ambicioso, la agonía del infortunado no estorba porque la obsesión por el icono, esto es, por la Idea y su condición inalcanzable, pero también por la misión del pintor avasallado en su vanidad, pesan más en él que la realidad misma. Kiril menosprecia el valor de Andrei Rubliov como artista: “en las pinturas de Andrei no hay temor”. Esta sentencia misteriosa será ratificada por el film, pero con matices: Andrei es aquél que se alza trabajosamente sobre las Ideas, aquél que se pone de espaldas a ellas incluso (un plano del joven ante un arroyo ilustra su actitud literalmente) para mirar la vida. El hombre al que se le aproxima la posibilidad de la hierofanía, aparece siempre de espaldas en las películas de Tarkovski. De espaldas se dobla Alexander para reunir el bramido que anuncia la hecatombe con la doble imagen de su hogar. Y los peregrinos a la Zona de Stalker aparecen también de espaldas cuando el viaje comienza. Hay toda una galería de cráneos, cuellos, hombros, que son como cajas de resonancia de una interioridad que, de tan escondida, se vuelve más “ruidosa” cuanto más intransferible.

En este balanceo de la mirada, entre lo exterior y una interioridad atenazada, se mueve también Andrei. Pero a su alrededor todo es luz. Andrei también sufre de parálisis artística y pesadumbre, pero por razones inversas a Kiril, el monje que se siente cómodo en las cavernas del templo. Sólo al final del filme comprendemos que Andrei Rubliov abarca el período de un largo aprendizaje vital que sólo puede darse mediante una tortuosa exposición del alma a la intemperie.

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Fragmentos de la versión revisada y corregida del texto publicado en La página, 69/70: Andréi Tarkovski (Gregorio Martín Gutiérrez / Joaquín Ayala, eds.): La página Ediciones, S.L., Sta. Curz de Tenerife / Madrid, 2008.

Artículo completo en:

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UNCLE BOOMNEE, BROTHER JOE

APICHATPONG YA ERA EL CINE

Pocos minutos después de que se proyectara la última película del tailandés Apichatpong Weerasethakul (Bangkok, 1970), cuyo título vendría a traducirse como El tío Boomnee, que recuerda sus vidas pasadas, en el tramo final de la recién clausurada edición del Festival de Cannes, ya se podía percibir incluso desde la distancia un bullicio de mensajes vía móvil entre amigos, colegas y cómplices de cinefilia. Luego llegaron, cómo no, los gruñidos acostumbrados en la crónica de EL PAÍS, nada que pueda sorprender a nadie. Pero que El tío Boomnee se haya hecho con la Palma de Oro nos ha tomado a todos por sorpresa. Por más que la sensatez obligue a relativizar estas cuestiones, ningún premio podía saber tan dulce para quienes sentíamos desde hace tiempo que Apichatpong es, a la vez, el más valioso y el más conmovedor de todos los cineastas surgidos durante la última década. Mientras algunas voces se limitaban a tomar su nombre como objeto de burla por “impronunciable” y a denunciar sus películas como “impostura”, éstas se iban convirtiendo para algunos, para muchos de nosotros, en un ideal. “Es el cine del siglo XXV”, murmuraba cabeceando un arrobado Sergio Wolff, director del Buenos Aires Festival de Cine Independiente, después de ver Syndromes & a Century en la edición del año 2006 del Festival de Pusan. Era una exageración más que justificada.

Esta vez, el parto ha sido largo y difícil. Justo un año antes de la Palma de Oro otorgada a El tío Boomnee, el productor británico Simon Field se reunía precisamente en Cannes con Luis Miñarro, que es otro tipo optimista y entusiasta, para estudiar un acuerdo de co-producción que permitiera a Apichatpong terminar la película. Por entonces no imaginábamos que Bangkok, un año después, iba a estar pintada en un color rojo mucho más intenso y real que el de las alfombras de los festivales. Entre tanta sangre, el cineasta dudó si viajar de nuevo a Cannes para presentar su película, y fueron necesarias algunas peripecias de burócratas, pasillos y ansiedades hasta que el visado estuvo, al fin, disponible. Se cerraba así un círculo que no pretendía ser profético: durante los últimos tres años, Apichatpong se había concentrado en un proyecto múltiple titulado Primitive, formado por una serie de video-instalaciones y cortometrajes realizados en el norte de Tailandia, en la frontera con Laos. El punto de partida era una región donde la represión anti-comunista, varias décadas atrás, había diezmado la población masculina. Así pues, Primitive era una incursión en una zona habitada por mujeres, muchachos y muertos. En cierto modo, El tío Boomne venía a culminar el proyecto. Lo que no estaba en el guión era que el gobierno tailandés quisiera repetir odiosas hazañas en las calles de la capital.

De entre todas las piezas de Primitive, la principal nos muestra en dos pantallas, situadas la una encima de la otra, a unos muchachos del lugar que matan el tiempo, nadan, juegan y se agitan envueltos por el gas de unos botes de humo. Cómo se transforma todo eso en una deslumbrante fábula de fantasmas y OVNIs, es algo que pertenece a un arte sutil que no es fácil definir. Quien exija una lógica narrativa a la sucesión de estas imágenes fracasará si no entiende que Apichatpong sólo esboza, como siempre, la posibilidad de un relato. Él no cuenta historias, las susurra. Sugiere un armazón en forma de enigma y un fondo en forma de pueblo abducido que se representa a sí mismo.

Ciertamente, Primitive es cine en un sentido profundo, porque reúne los dos grandes poderes de la imagen en movimiento: el documento y el sueño. El cine de Apichatpong es eso mismo, la literalidad del cuento y de las gentes, el asombro de un subconsciente que no es personal sino colectivo –un soñar que funda un pueblo-. ¿Demasiado abstracto? No, más bien al contrario: todo es concreto en su obra. Hay hombres y mujeres reales (no actores, sino personas que actúan), que se mueven en sitios reales, y que se cuentan extrañas historias sobre brujos y tigres (Tropical Malady, 2004). Y de pronto, el tigre está ahí, recitando un ensalmo que habla del deseo y la devoración, reencarnado en soldado o en campesino. Todo se transforma y transmigra, tanto las almas como los relatos. De hecho, las almas se encarnan en cuentos y viceversa. Y así como el hombre y el animal aparecen conectados por una misma naturaleza, así también el pueblo es un hábitat poblado por espíritus, es decir, por la infinidad de sus fábulas, siempre dispuestas a transformarse de boca en boca y de imagen en imagen (Mysterious Object at Noon, 2000). Es lo inmemorial, que arde y subsiste a pesar de los tiranos y las autopistas.

“Érase una vez”, dice un contador de historias, y uno imagina que hay un espejo ante él. Pero en el espejo es de noche mientras que aquí es de día. Así también Apichatpong imagina mundos que tienen un doble, y sólo hace falta la ventana de un dormitorio abierta a la jungla para tender un puente hacia él. Su cine hace etnografía de lo invisible, de lo que no puede ser catalogado porque está del otro lado del espejo, ni cabe en los libros porque su objeto no es la leyenda, sino ese algo transparente que late entre las leyendas y el pueblo que las engendra. Frente al cansancio de una cultura, la de nuestro tiempo, que ha condenado a todas las historias a repetirse, aquí aparece el encanto originario de la narración entendida como respiración, como un aire propio de los lugares. Ya no será contar cuentos, sino respirar su aroma. El cine de Apichatpong es, por eso y por muchas otras razones, una de las pocas promesas de asombro y éxtasis que aún se cumplen, fielmente, película a película. No sabemos qué pensaron realmente ni qué se decían en la cena Víctor Erice y Tim Burton, dos tipos tan distintos, ni los demás miembros del Jurado. Tanto da. Conste, eso sí, que por ellos este año Cannes se elevó muy por encima del interés de las industrias y de los yates que asfixian la Croisette en estas fechas, y que el cine hizo un homenaje al cine.

Publicado en Canarias 7 el 26 de mayo de 2010.