jueves, 24 de junio de 2010

UNCLE BOOMNEE, BROTHER JOE

APICHATPONG YA ERA EL CINE

Pocos minutos después de que se proyectara la última película del tailandés Apichatpong Weerasethakul (Bangkok, 1970), cuyo título vendría a traducirse como El tío Boomnee, que recuerda sus vidas pasadas, en el tramo final de la recién clausurada edición del Festival de Cannes, ya se podía percibir incluso desde la distancia un bullicio de mensajes vía móvil entre amigos, colegas y cómplices de cinefilia. Luego llegaron, cómo no, los gruñidos acostumbrados en la crónica de EL PAÍS, nada que pueda sorprender a nadie. Pero que El tío Boomnee se haya hecho con la Palma de Oro nos ha tomado a todos por sorpresa. Por más que la sensatez obligue a relativizar estas cuestiones, ningún premio podía saber tan dulce para quienes sentíamos desde hace tiempo que Apichatpong es, a la vez, el más valioso y el más conmovedor de todos los cineastas surgidos durante la última década. Mientras algunas voces se limitaban a tomar su nombre como objeto de burla por “impronunciable” y a denunciar sus películas como “impostura”, éstas se iban convirtiendo para algunos, para muchos de nosotros, en un ideal. “Es el cine del siglo XXV”, murmuraba cabeceando un arrobado Sergio Wolff, director del Buenos Aires Festival de Cine Independiente, después de ver Syndromes & a Century en la edición del año 2006 del Festival de Pusan. Era una exageración más que justificada.

Esta vez, el parto ha sido largo y difícil. Justo un año antes de la Palma de Oro otorgada a El tío Boomnee, el productor británico Simon Field se reunía precisamente en Cannes con Luis Miñarro, que es otro tipo optimista y entusiasta, para estudiar un acuerdo de co-producción que permitiera a Apichatpong terminar la película. Por entonces no imaginábamos que Bangkok, un año después, iba a estar pintada en un color rojo mucho más intenso y real que el de las alfombras de los festivales. Entre tanta sangre, el cineasta dudó si viajar de nuevo a Cannes para presentar su película, y fueron necesarias algunas peripecias de burócratas, pasillos y ansiedades hasta que el visado estuvo, al fin, disponible. Se cerraba así un círculo que no pretendía ser profético: durante los últimos tres años, Apichatpong se había concentrado en un proyecto múltiple titulado Primitive, formado por una serie de video-instalaciones y cortometrajes realizados en el norte de Tailandia, en la frontera con Laos. El punto de partida era una región donde la represión anti-comunista, varias décadas atrás, había diezmado la población masculina. Así pues, Primitive era una incursión en una zona habitada por mujeres, muchachos y muertos. En cierto modo, El tío Boomne venía a culminar el proyecto. Lo que no estaba en el guión era que el gobierno tailandés quisiera repetir odiosas hazañas en las calles de la capital.

De entre todas las piezas de Primitive, la principal nos muestra en dos pantallas, situadas la una encima de la otra, a unos muchachos del lugar que matan el tiempo, nadan, juegan y se agitan envueltos por el gas de unos botes de humo. Cómo se transforma todo eso en una deslumbrante fábula de fantasmas y OVNIs, es algo que pertenece a un arte sutil que no es fácil definir. Quien exija una lógica narrativa a la sucesión de estas imágenes fracasará si no entiende que Apichatpong sólo esboza, como siempre, la posibilidad de un relato. Él no cuenta historias, las susurra. Sugiere un armazón en forma de enigma y un fondo en forma de pueblo abducido que se representa a sí mismo.

Ciertamente, Primitive es cine en un sentido profundo, porque reúne los dos grandes poderes de la imagen en movimiento: el documento y el sueño. El cine de Apichatpong es eso mismo, la literalidad del cuento y de las gentes, el asombro de un subconsciente que no es personal sino colectivo –un soñar que funda un pueblo-. ¿Demasiado abstracto? No, más bien al contrario: todo es concreto en su obra. Hay hombres y mujeres reales (no actores, sino personas que actúan), que se mueven en sitios reales, y que se cuentan extrañas historias sobre brujos y tigres (Tropical Malady, 2004). Y de pronto, el tigre está ahí, recitando un ensalmo que habla del deseo y la devoración, reencarnado en soldado o en campesino. Todo se transforma y transmigra, tanto las almas como los relatos. De hecho, las almas se encarnan en cuentos y viceversa. Y así como el hombre y el animal aparecen conectados por una misma naturaleza, así también el pueblo es un hábitat poblado por espíritus, es decir, por la infinidad de sus fábulas, siempre dispuestas a transformarse de boca en boca y de imagen en imagen (Mysterious Object at Noon, 2000). Es lo inmemorial, que arde y subsiste a pesar de los tiranos y las autopistas.

“Érase una vez”, dice un contador de historias, y uno imagina que hay un espejo ante él. Pero en el espejo es de noche mientras que aquí es de día. Así también Apichatpong imagina mundos que tienen un doble, y sólo hace falta la ventana de un dormitorio abierta a la jungla para tender un puente hacia él. Su cine hace etnografía de lo invisible, de lo que no puede ser catalogado porque está del otro lado del espejo, ni cabe en los libros porque su objeto no es la leyenda, sino ese algo transparente que late entre las leyendas y el pueblo que las engendra. Frente al cansancio de una cultura, la de nuestro tiempo, que ha condenado a todas las historias a repetirse, aquí aparece el encanto originario de la narración entendida como respiración, como un aire propio de los lugares. Ya no será contar cuentos, sino respirar su aroma. El cine de Apichatpong es, por eso y por muchas otras razones, una de las pocas promesas de asombro y éxtasis que aún se cumplen, fielmente, película a película. No sabemos qué pensaron realmente ni qué se decían en la cena Víctor Erice y Tim Burton, dos tipos tan distintos, ni los demás miembros del Jurado. Tanto da. Conste, eso sí, que por ellos este año Cannes se elevó muy por encima del interés de las industrias y de los yates que asfixian la Croisette en estas fechas, y que el cine hizo un homenaje al cine.

Publicado en Canarias 7 el 26 de mayo de 2010.

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