domingo, 31 de octubre de 2010

EL NUEVO MUNDO (THE NEW WORLD, Terrence Malick, 2005)

"Ésta es de hecho una película extraordinariamente veloz. Sigue un curso cuyo principio básico y exhaustivo es la elipsis, que aquí no obedece a un efecto de discontinuidad sino a la continuidad “tonal”, al logro supremo de esa respiración o acorde sostenido que distingue a la búsqueda poética del cineasta. La voz del colono, la de su par, la joven indígena, y ese otro rumor indiferente de la tierra “que lo ve todo”, se unen en un solo aliento que avanza como una polifonía amorosa sin variar el compás. La extensión cronológica de los hechos –llegada de la expedición, encuentro con el Otro, conflicto internos y externos, idilio, exilio, etc.–, discurre al ritmo de un vistazo que los trasciende al reunir de ellos lo memorable bajo una soberana ecuanimidad. Memorables son el asombro ante lo terrible –la inmensidad del puerto británico a ojos del indio americano recién llegado– y lo apacible –un arroyo–. Y es justamente esa ecuanimidad del vistazo lo que acerca a Malick a la visión mística. Ahora bien, el cine de Malick reproduce los códigos del mito desde una buena fe que no ignora la melancolía, puesto que somos seres históricos. Reconocemos una alteridad radical entre esa visión y el orden habitual de nuestro conocimiento, y esa alteridad está presente en el filme sin que eso implique una invitación a la lectura irónica. (...)

... Por eso no es trivial que el primer contacto se produzca bajo el espíritu de Wagner, ese sospechoso habitual, cuyo preludio de El oro del Rhin hace de la escena un momento equiparable al encuentro de los homínidos con el monolito de 2001. Una odisea del espacio (Kubrick, 1968). Sólo que, en este caso, el asombro del encuentro es recíproco: el hombre se encuentra con el hombre. La música es aquí elevación (Malick eleva a Wagner tanto como éste al primero) pero también la cifra cultural de la razón romántica, que es visionaria. Para el salvaje, lo sublime aparece bajo la forma del humano acorazado que, firme en su voluntad de poder, traduce la tierra en territorio. Y para el super-civilizado y rebelde John Smith, lo sublime es la aparición de la naturaleza sin lindes, en un estado primitivo que remite a los primeros capítulos del Génesis, pero sin culpa. Ahora bien, es preciso insistir: la cifra más profunda del filme es mucho más literal, y se halla en el movimiento mismo de las imágenes y los sonidos. No procede tomar a Wagner sin más como guiño o comentario del filme sobre sí mismo. Los depósitos de la cultura sobreviven a las discusiones porque dan forma a los ensueños, y no es preciso que éstos sean culturalmente inocentes. Wagner re-inventó una forma de continuo sonoro que se expande con elasticidad, y que unifica los rumores y estruendos con las voces místicas, las selvas y las cavernas con las almenas, los perfiles duros del héroe con la densidad moldeable de la naturaleza idealizada. Es el ruido profundo del caos original subyacente a la Creación, y a la vez el canto que se diferencia sucesivamente, en espiral: entropía y orden, voluntariosa geometría y seducción por la barbarie. En el set y en la mesa de montaje, Malick abduce la gravedad de Wagner y la templa con esa gentileza estética para la que aún no hemos hallado una palabra que supere de una vez los equívocos del término “ironía”. Si queremos llevar más lejos una equivalencia imaginaria entre el movimiento de la materia fílmica y el propio de la música, diremos que Malick traduce el dramatismo de Wagner a unos modos que recodarían a la muy dinámica placidez de Debussy, como en otro sentido traduce fielmente a los idealistas Rousseau y Thoreau desde un horizonte readaptado por el realismo darwinista."

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