III
Al mostrarse a
sí misma en los lugares que nunca fueron su hogar, Naomi ya escenificaba en Ni tsutsumarete su necesidad de
pertenencia, y también el silencio, el vacío al que se conduce. La voz
notarial, por ejemplo, haría las veces del detalle pintado sobre tela que
permite imaginar todo lo que falta en el cuadro. Pero también condensa con su
objetividad, no sólo el deseo de constatación sino sobre todo el deseo de
repetición que agobia a una joven despojada de espejos en los que mirarse.
Finalmente, se atreverá a descolgar el teléfono y llamar al padre. La respuesta
de éste, sorprendido, es indecisa: se trata de un acontecimiento muy
perturbador para ambos, pero por razones bien distintas, puesto que además de
no esperar esa llamada, él no la necesitaba. En ese momento la imagen de
Naomi, descompuesta como en un espejo troceado, culmina en una especie de
clímax la serie metáforas del doble que atraviesan la cinta. Ella tal vez sólo
intentaba habitar la misma nada, transferirse a sí misma algo de la ausencia
del padre. Rebajar la propia existencia para igualarse a él y hacer viable el
sentido.
De esta
compleja combinación de materiales asincrónicos (sonido e imagen, momentos
pasados y simulaciones de cosas memorables) no se extrae sin embargo una imagen
dialéctica, ni siquiera una impresión de complejidad susceptible de
interpretación, sino acaso tan sólo un delicado equilibrio de contrastes y
deslizamientos –sobre todo, de deslizamientos- entre la requisitoria de una
mujer joven que desea resolver el puzzle de su propio origen, y su impulso de
completarse a sí misma en lo que no puede
ser narrado: en lo que simplemente es.
Una cohabitación sutil y necesaria, en fin, entre la conciencia de sí, y la
utopía de una permeabilidad absoluta y gozosa con el conjunto de lo existente:
la imagen-piel que vibra con modesto, enternecido asombro.
En
este sentido, se entiende que la representación que hace Naomi de sí misma sea
del orden de la autobiografía tan sólo por alusión, puesto que sólo esboza un
relato posible (“¿por qué mis padres me abandonaron?”) para aludir a las zonas
de ausencia. El yo que aquí se mueve, busca, mira y encuentra, se define tan
sólo por su voluntad de contacto, no por su “historia”. Hay, eso sí, una
voluntad de auto-retrato, pero no a través de la exhibición del yo sino a
través del paisaje que habita o lo afecta a cada instante; a través de aquello que
ese yo insiste en mirar. Parece evidente que la palabra “autobiografía” tiene
poco lugar en Ni tsutsumarete (como
en su epílogo compuesto casi diez años después, tras la muerte del progenitor: KyaKaraBaA). En términos generales, la
auto-representación que propone el cine privado, en general, escenifica por
omisión un límite narrativo: el acto de filmar implica de por sí una
recolección de la experiencia en vivo, en devenir. Las imágenes de este tipo, son
anotaciones no predictivas.
Dicho de otra
forma: la “lista” de cosas “nombradas” por el ojo de Naomi al azar, podrían ser
otras, pues sólo las reúne la inclinación momentánea de la cineasta. La
enumeración consigue generar ese mínimo de sentido al que ya he aludido antes;
más aún, provoca la ilusión de no intervenir, de no utilizar lo real. Remite a la posibilidad de un lenguaje
originario, sustantivo, pre-articulado, pre-verbal. Anterior al uso del verbo y
a la expansión de los adverbios, de los matices, de lo pensable sin objeto.
Y
sin embargo, esta experiencia primigenia flota sobre un antiguo mar de
metáforas y cansancios. Lo que nos ofrece se asemeja a un camino de retorno
que, en cierto modo, sólo ahora vislumbramos, tras ser explotadas y ya tal vez
agotadas las vanidades de lo novelesco. Sabemos demasiado de los mecanismos de
la narración, y este “exceso” configura el placer del relato mínimo.
Se trata
entonces de acercarse tanto a lo real, a lo informe, que lo simbólico pueda ser
rescatado del exceso de uso. Y ello precisamente gracias a que lo real –una
foto o un árbol- está allí, en su momento y lugar, tentador como el inicio de
un cuento, pero irreductible a las maniobras del impulso narrativo. Tal como
escribió Roland Barthes, “el acontecimiento no se sobrepasa jamás para pasar a
otra cosa”[i].
Camino inverso
del diario íntimo: el acontecimiento arquetípico, por crucial que sea, conduce
al acontecimiento realmente vivido, nunca al revés. Eso permite descartar, por
ejemplo, el interés por los motivos y circunstancias que llevaron al padre de
Naomi a abandonar a su familia. Lo crucial es el momento en que Naomi se
interroga acerca de este hecho. Es su actividad singular, ese “yo me pregunto,
yo busco, yo imagino”, lo que ella filma, para así constatar que, entre tanta
ausencia y pese a todo, ella existe.
Luego el
montaje podrá hacer el trabajo de la rememoración, que es siempre un ejercicio
de creación de sentido (aunque éste pueda ser la ausencia de sentido). En Ni tsutsumarete la biografía sostiene la
composición del film, pero porque ésta es precisamente aquello que falta. Los
restos del pasado son sólo restos, y su poder de evocación se cifra en lo mucho
que callan. La foto del padre no se distingue en esto del brote de una planta
en el jardín de la abuela, porque ambas cosas no son sino instantáneas de algo
en devenir. Naomi las toca, porque se “alejan”. Tienen aura.
No hay
contradicción entre el hecho de que Naomi se vea a sí misma a través de su
propia insuficiencia, a través de un no
saber, y que podamos extender esta condición a un sentir cultural de la contemporaneidad,
doblegada a la presión de un saber “excesivo”, y que imagina en consecuencia la
posibilidad de algún saber no-narrativo. Ambas cosas, no-saber y el saber
no-narrativo, prácticamente equivalen. Y de hecho, el cine privado puede
tomarse, al menos con respecto a la Institución Cine, como una práctica de
resistencia a lo simbólico (pues no hay nada más simbólico que la presunción de
la autonomía de un relato, consustancial a lo novelesco y, por extensión, a la
propia Institución Cine). Con respecto a la Institución Arte, el cine privado
avanza en una dirección en cierto modo opuesta, porque insinúa un repliegue
hacia una zona mínima de significado que sólo puede contemplarse en su
desarrollo temporal. Zona mínima, pero contundente; parlante, encarnada y
ajena, en un principio, a la conceptualización –la cual supone un ejercicio
riguroso de distanciamiento-.
En los
trabajos de Naomi, la impresión de simplicidad se encuentra con la no-inocencia
del espectador, el cual halla en sus imágenes la liberación de ese saber
“excesivo” (sobre la cultura, sobre los relatos conocidos o posibles, sobre las
interpretaciones del mundo y sus enmiendas). El deslizamiento de lo íntimo
sobre la superficie de cosas que vienen dadas por sí mismas, remite allí a un
primer descubrimiento. Naomi quiere nacer a las imágenes de nuevo, darse a luz. O dicho de un modo muy
sintético: cambiar el dolor de ser
por el asombro de estar. Hay de hecho
una paradoja abismal en la concurrencia de dos movimientos del espíritu en el
interior de un mismo gesto: de un lado, la simultaneidad entre la imagen y el
mundo, y del otro la actividad íntima de coleccionar, de guardar la imagen en
el interior de una memoria sensible, no verbal, en proceso de hacerse. Como se
ha visto, Naomi contempla y a la misma vez, de forma consciente, fabrica
recuerdos: esto es algo que reproduce de forma elocuente las implicaciones del
acto mismo de filmar. Aquello que el ojo-cámara experimenta, al mismo tiempo
desaparece virtualmente, pues el gesto que lo almacena anticipa esa misma
fugacidad que pretende salvar. Si todos nos hemos apresurado a fotografiar un
arco-iris con el apuro que da su inmediata desaparición, Naomi actúa de un modo
semejante cuando intenta retener la inmovilidad misma de lo quieto. Ella pasea
con su cámara, pero pasea muy despacio. Se dice que, de hecho, somos nosotros
mismos los que padecemos un exceso de fluidez, una movilidad que se parece
demasiado a la movilidad del pensamiento. El zen aconseja ciertos estados de
quietud precisamente para exorcizar este alejarse de las cosas. No se trata de
acceder a la quietud absoluta, porque ésta no existe: nada permanece, y si sólo
esto precisa de un esfuerzo de entendimiento –diría un maestro zen- entonces la
cosa va por mal camino. El pensamiento, sin embargo, provocaría esta otra paradoja:
la aparente continuidad de su movimiento nos convence de la unidad del ser, de
la identidad inmutable de las cosas. Naomi quiere detenerse más, mirar más.
Transita su orfandad y se pregunta “¿quién soy?”, pero se resiste a los
consuelos de lo narrable. Prefiere rastrear las huellas de lo exterior y medir
su propio hueco: su manera de filmar recorre todas las dimensiones, desde lo
diminuto a lo inabarcable; desde el detalle hasta el paisaje, y en todos los
casos es posible sentir que cada imagen devuelve al ojo que filma, su propia
medida, su escala humana. Y no para afirmarlo como centro, sino como vaciado,
como voluntad de vacío que desea llenarse de lo que ve. Las imágenes de Naomi
no sugieren, en este sentido, un trabajo idealista de despojamiento, porque el
vacío que designan dista mucho de ser una figura asbtracta como el cero, sino
más bien una actividad de apertura. Un silenciamiento deliberado, que deja
fluir también la emoción, la psique.
Naomi se
embelesa al filmar objetos (las flores), los cuerpos (su abuela sonriente o
desnuda, con la piel ajada y viva) y la luz (siempre, una y otra vez, el sol de
invierno quemando la imagen) con el deseo de salvar la separación. Al mismo
tiempo, esboza una separación de sí misma, una fisura que tiene que ver
con la conciencia de la duración, y por ahí se cuelan los fantasmas. En la
plenitud del instante filmado, de pronto irrumpe el balbuceo: nombrar, llorar.
Cantar una canción infantil: algo perdido. Hay entonces una ebullición discreta
de la vida íntima, una densidad concreta de la experiencia. Y en ese álbum de
instantes plenos, se deja intuir también algo secreto, algo parecido a la
culpa. Pura orfandad. Sin justificaciones ni pudor ni desde luego coartadas
psicológicas. Dudo que haya error en afirmar que la gran figura de estilo en
Naomi es en realidad el balbuceo.
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