(Este artículo fue publicado en el libro Cineastas frente al espejo, editado por Gregorio MARTÍN GUTIÉRREZ [TB Editores /
Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, Madrid, 2008])
IV
En este
sentido, su cine se asemeja a una especie de chamanismo de la intimidad. Rinde
culto a la naturaleza, a la impermanencia de los vivos, a la herencia
inaprensible de los muertos. Ella se representa a sí misma como un ser poseído
por el asombro de su propio alumbramiento. En Tarachime (2006) filma los pechos de su abuela, que le dieron de
mamar en lugar de los de su madre biológica: las huellas de la vejez son
profundas, y la piel de la anciana cuelga y está surcada de pliegues. Naomi va
a ser madre, repetirá por sí misma un acontecimiento que absorbe su capacidad
para maravillarse, al que en cierta forma siempre regresa y en el que intenta
permanecer. Filmará su propio parto, pero aquí no podrá hallarse nada parecido
al gesto radical exhibido en otro film japonés, muy anterior, firmado por Kazuo
Hara, en el cual la amante del cineasta daba a luz ante la cámara, por sus
propios medios y sin ayuda[i]. Lo que
allí era desvelamiento agresivo de los tabúes de la privacidad, en Tarachime es celebración. Aun cuando
ésta convive igualmente con su opuesto: la abuela, con quien antes Naomi habría
tenido una agria discusión, cae enferma y debe ser trasladada en ambulancia
para su hospitalización. Hay mucho de despedida anticipada en este film que se
cierra precisamente con la bienvenida al recién llegado. Naomi explora las marcas
de la feminidad en la anciana nonagenaria, y con ello establece la línea de
continuidad. Mientras la abuela se baña, sus pezones son encuadrados con una
atención detenida y amorosa por parte de la cineasta, más allá de la impresión
general de la piel caída, más allá de toda generalidad tremendista o clínica,
porque esos pechos son lo contrario a una generalidad. Son parte de su
existencia y de su olvido. Naomi filma para recuperar, y a la vez para
constatar que ello es imposible. Ella nombra las cosas con la lengua directa de
la imagen, pero sobre todo busca ser nombrada.
Naomi busca
retener el contacto. Especialmente en las películas dedicadas a su abuela (Katatsumori, 1994; y Tarachime), se resiste a apartar la
cámara, a pasar de un plano a otro. A fin de cuentas, nada de lo que registra
significa otra cosa que ausencia o presencia. Las imágenes no se dirigen las
unas a las otras, sino que forman la infinitud de un hábitat físico y
emocional.
En un momento
de Katatsumori, su propia sombra se
perfila mientras encuadra los primeros brotes de una planta que la abuela había
sembrado para ella. Luego gira sobre sí misma y traza una panorámica hacia el
sol que ilumina la planta en ese momento y que dibuja su propia sombra sobre la
tierra. Con el gozo con que jugamos a retratarnos los unos a los otros, entrega
la cámara a su abuela y posa sonriente para ella. Nada de esto parece ir mucho
más allá de una sensible recolección de instantes para el álbum familiar, hasta
que surge un plano “secreto”: Naomi se aproxima a la ventana de la cocina, abre
un primer cristal y encuadra, desde la distancia, a su abuela mientras cuida
pacientemente, una vez más, las flores de su pequeño jardín. Repentinamente la
mano libre de la cineasta entra en cuadro al extenderse hacia el segundo
cristal, y acaricia la silueta de la anciana.
Naomi
acaricia la imagen. ¿No reside aquí plena la expresión de todo su programa?
Necesidad de tocar lo amado, deseo de ir más allá y repetir el gesto íntimo a
través del contacto. Salvar la imagen de su bidimensional separación de las
cosas mismas. Ha de mediar este gesto que se da para sí mismo, como en un
aparte que desvela el impulso original de que cada toma anterior, hasta que poco
después Naomi lo repita literalmente sobre el rostro sonriente de la abuela.
Como si hubiera sido preciso aquel primer (con)tacto profundo y secreto para ir
luego un poco más allá y convertir la metáfora en acción literal que no
necesita el prestigio de lo espontáneo. Ella filma para tocar lo que ama.
Es
la cámara-piel de Naomi.
KyaKaRaBaA trata sin embargo de lo que
no se puede tocar: de lo que no está –hablamos de un film literalmente de
duelo-, y también de lo que quema; de lo que debe quemar la piel para hacerse
real. Es lo propio del fuego, que a diferencia de los otros elementos, no tiene
cuerpo, y sólo puede experimentarse como herida. Naomi desea tatuarse el cuerpo
a imagen y semejanza de su padre. Desea de esta forma llevar en la piel una
huella, una quemazón –en el sentido más literal de la palabra- que haga
presente del modo más brutal aquello que nunca pudo habitar su propia biografía.
Volver,
querer quedarse ahí, no irse. Volver a filmarlo todo, pero volver a filmarlo ahora. Creo que Naomi filma para
quedarse en todo aquello que encuentra a su paso, para imprimirse en la corteza
de los árboles o de la tierra. La abuela aparece menuda y alejada, saludando
entre las flores, ya con el pelo blanco. Pero se diría que la anciana era aquí
mucho más consciente de formar parte del proyecto de Naomi. Tal vez por eso se
expresa aquí con una gravedad nueva. Además, el padre añorado ha muerto real,
literalmente. La conversación entre Naomi y la madre biológica, siempre fuera
de campo, es fría, pero en la imagen arden hogueras nocturnas. De los cuatro
elementos que recorren la película, el fuego será el que marque más
profundamente su sentido. De repente, tras las llamas asoma la figura de un shite, el desaparecido errante, fantasma
sobre el que las representaciones de teatro nô
cargan la pesada misión de nombrar las vanidades del espanto. “Me pregunto por
qué nací”, espeta Naomi. La imagen nos muestra las ramas sobre la verja…
V
Alentar la
experiencia de haber sido “arrojado al mundo”. Filmar el silencio de lo
anecdótico, la plenitud de lo contingente y el gozo de estar. ¿No es esto, en cierta forma, un modélico programa de futuro
(no lo es ya de presente) para el cine? El tiempo ya no es el combustible que
alimenta nuestra permanencia en el mundo, sino el fuego que nos consume. ¿Qué
narrar? El primer verso de un conocido haiku de Santoka, rebosa de elocuencia
en su simplicidad:
Ware ima kokoni
("Yo, ahora, aquí") [ii]
[i] En Extreme Private Eros: Love Song (Gokushiteki erosu: Renza 1974, dir. Kazuo Hara, 1974), el cineasta
seguía las andaduras de su ex-amante con un estilo de cine directo que abordaba
directamente situaciones tan comprometedoras como las propias discusiones de la
ex-pareja o la vida sexual autónoma de cada uno de ellos. K. Hara delegaba en
su ex-amante todas las responsabilidades para así poder llegar a un límite que
debía ser hiriente, un juego de exhibicionismo y escondite que afrontaba
directamente la ruptura de viejas normas de conducta privada. Hara, autor
también de la extraordinaria Yuki Yukite
shingun (The Emeperor’s Naked Army,
1984) en torno a un hombre de 62 años que recorre Japón denunciando en
solitario las tropelías cometidas por los oficiales imperiales contra sus
propios soldados durante la Guerra del Pacífico, pertenece a la generación
radical de los 60. La posición de éstos hacia las tendencias del “documental
intimista” practicado por talentos jóvenes como Naomi y Hirokazu Kore-eda, ha
sido por lo general distante cuando no abiertamente crítica: les acusan de
eludir la dialéctica entre lo privado y lo social.
[ii] Entero, dice así:
Ware ima kokoni Yo, ahora,
aquí,
umi
no aosa no el azul de un mar
kagirinashi que
no tiene límites
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